Archena, tres de la mañana, la llamada del 112 acude puntualmente a su cita.
– Aviso.
– ¿Dónde?
– En la Residencia, dificultad respiratoria.
La tranquila noche se rompe, el sonido de las botas bailan por los pasillos, se abren puertas, se cierran abrigos y la cochera bosteza la ambulancia dispuesta a navegar por el frío.
Las luces acompañan nuestro viaje, las sirenas están enmudecidas, la gente duerme, intentamos pasar desapercibidos.
Llegamos a nuestro destino, un hospital vestido de residencia con dos auxiliares de guardia con caretas de personal médico y disfraz de enfermería.
Una clave secreta abre la puerta que separa el mundo real de ese particular nosocomio, por lo visto esta noche no saldrá nadie de paseo a no ser que viaje con nosotros.
Subimos a la primera planta un largo pasillo acompaña nuestro silencio, fotos de inquilinos decoran las puertas, ayudándoles a recordar cada día aquella persona que han sido.
Una habitación, dos compañeros y a priori no se identifica el protagonista del aviso. La auxiliar con aires de enfermera nos indica nuestro paciente presuntamente acusado de dificultad respiratoria, el cual duerme plácidamente tal vez soñando vivir en sus mejores recuerdos.
Pijama, pañales, saliva y un montón de huesos respirando en armonía sin aparente complicación alguna.
– ¿Por qué nos avisaron?
– El pulsioximetro marcó muy bajo.
El equipo nos miramos, resentimos, suspiramos y disimulamos nuestra impotencia. Ellas no son culpables de esta desorganización organizada, son las actrices secundarias de esta peculiar obra.
Le explico que un número, es sólo un número, que baila al compás de una mano fría. Este paciente que duerme, no merece ser despertado porque tal vez disfrute más en sus sueños que en su vida.
Nos vamos, asunto finalizado. Se despiden con aires de disculpa, pronunciando un adiós con aromas de un seguro hasta luego.
Regresamos al centro, el silencio se apodera del trayecto, esta historia nos regala destellos de nuestro hipotético futuro. Hoy viajamos solos aunque quizás pronto regresaremos y trasladaremos al hospital a este ilustre huésped sin oposición alguna.
Adriana, Nacho, si algún día consigo hacerme mayor y os lo podéis permitir, intentar que no viaje más lejos de mi cama. Y si no recuerdo ser el hombre que he sido y mi cuerpo se empeña por anclar mi tiempo a un colchón vacío reclamando ayuda hasta para un suspiro, dejadme soñar y navegar por mis recuerdos, no me despertéis cuando parezca dormido. No me alejéis de mi casa, ni me trasladéis a un hospital cuando se vayan apagando uno a uno mis sentidos. Apretad mi mano y calentad mi frío.
Vivir implica morir, y eso lo tengo asumido.
Toda función se merece un final digno acorde con la magnitud de nuestra obra. Mi telón lo bajaré en mi cama acompañado de mi incondicional público, saboreando por última vez el eterno «My Way» de Sinatra.
La vida es un regalo y la muerte tal vez, sólo un principio.