La empatía viaja en ambulancia

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La luz no me dejaba ver con claridad sus rostros.

Nunca pude identificar cuantos eran.

Hacía frio, mi piel estaba mojada y por más que lo intentaba no conseguía abrir mis ojos.

Estaba desesperado, muy estresado y no entendía lo que me había ocurrido.

Un instante antes, volaba libremente por la autovía como único dueño de mi destino. Y ahora, de repente, solo era un simple espectador de mi vida. Sentía como me movían a su antojo, de un lado para otro. Era como una marioneta en sus manos, sin voluntad, sin poder de decisión, sin conciencia.

Mi piel todavía conserva los múltiples intentos de acceso a una vía periférica, y mis huesos, aún tienen tatuados las líneas de fractura que me regalaron una temeraria noche mezcla de atrevimiento y juventud.

No recuerdo como me salí de la carretera, no recuerdo como retiré definitivamente del mercado aquella Triumph Boneville negra.

No tenía fuerzas ni para gritar mi sufrimiento. Una sensación de miedo y soledad invadieron mi estado.

Pero en esos momentos de nerviosismo e inquietud, donde unas sombras con manos enguantadas y chalecos reflectantes manipulaban mi cuerpo, apareció de la nada aquella reconfortable voz de cálido timbre, que con el tacto de unas simples palabras, mezcla de humanidad y empatía, fueron suficientes para calmar mis ansias y controlar mi incertidumbre.

«Tranquilo, acabas de tener un accidente, somos el equipo de emergencias y te estamos trasladando al hospital. Estamos a tu lado, no te preocupes». [tomó mi mano, y no la saltó durante todo el traslado en la ambulancia]

Aunque yo soy una amante del silencio y le otorgo un valor similar al de la palabra, debo decir, en honor a la verdad, que esa noche, aquellas necesarias palabras fueron capaces de apaciguar mi sufrimiento.

Desde aquel episodio, donde no llevaba el fonendo de médico al cuello sino un collarín semirígido. Tengo la certeza que da igual la gravedad de la situación que se nos presente, que no importa el lugar ni la naturaleza de nuestra asistencia, siempre debemos ser capaces de practicar una imprescindible humanización en los servicios extrahospitalarios de urgencias. Porque de nada sirve tratar una patología si olvidamos centrarnos en el ser humano que se oculta detrás de ella.

Porque la medicina sin empatía, no es medicina.

Como dijo William Osler, «el buen médico trata a la enfermedad; el gran médico trata al paciente que tiene la enfermedad».

Noche sin guardia, noche de humanizadas historias Con Tinta de Médico.

#MásHumanidadenUrgencias

J.M Salas – Diario de un Médico de Urgencias adicto a la noche.

[Sígueme en la nueva web www.contintademedico.com , Diario de un Médico de Urgencias adicto a la noche].

No me llamo apendicitis

 
La RAE define la empatía como la identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo del otro. Es una definición muy sencilla de memorizar pero a veces muy difícil de practicar.

Llegó a urgencias con dolor abdominal, cara de quirófano y síntomas de libro.

Su analítica y ecografía nos confirmó la sospecha clínica, la paciente presentaba una apendicitis aguda.

Llamamos al cirujano hoy le tocaría faena. 

Vino a explorar a nuestra joven paciente acompañado de sus residentes, unos prometedores cirujanos. Sus expertas manos le contaron lo que su abdomen nos gritaba. 

«Avisen al anestesista, es una apendicitis» -sentenció desde su pijama verde.

A continuación como influencers de Twitter, su red profesional comenzó a movilizarse después de sus palabras. Uno habló con la familia, otro recopiló la historia clínica y el último confirmó que todo estaba preparado en el quirófano.

La cirugía fue rápida, magistral, docente, de las que no dejan a penas cicatriz en la piel. 

Utilizó una singular técnica aprendida en su último congreso, y no hubo complicaciones.

A la mañana siguiente durante la visita a su paciente, el cirujano preguntó a sus residentes que le describieran la técnica quirúrgica al detalle, sus diferentes variantes y complicaciones.

No dejó de preguntarles hasta que erraron. Entonces con un simple gesto de satisfacción dijo: «debeis dormir menos y trabajar más», y triunfador de su hazaña pasó a la siguiente cama.

La joven paciente lo miró extrañada y dijo:

– yo tengo una pregunta que seguro usted no puede contestarla y ellos sí.

– jaja, ¿cuál es pequeña? -contestó desafiante el cirujano.

– mi nombre, ¿cuál es mi nombre? -preguntó la niña.

– el cirujano sonrió, intentó mirar de reojo la historia, pero fracasó, repasó mentalmente sus datos pero no recordó nada de la identificación de su paciente, y al final se dio por vencido y susurró un «no lo sé».

Nuestra adolescente paciente sonrió y le dijo:

» De nada me sirve que opere de una forma brillante si usted no sabe mi nombre. Yo no me llamo apendicitis, mi nombre es Ana. Soy su paciente, la que entró con miedo a este hospital y se irá con una minúscula cicatriz en el abdomen. Sin apéndice pero con una herida que tardará mucho más tiempo en cicatrizar. Y es que no soy una enfermedad, solo una persona que enfermó. Una persona que tuvo miedo y que necesitaba algo de apoyo y compresión, cosa que nunca tuve. Y es que de nada me sirvió que usted conociera la última técnica quirúrgica si desconocía ni nombre. Porque me sorprende que nadie les enseñé eso en los congresos. Me llamo Ana y hoy estoy segura de que no olvidará preguntar a ninguna otra paciente su nombre «.

El cirujano salió sin decir nada y una media sonrisa se le escapó a sus residentes.

Ana los despidió con el semblante serio y les dijo:

– Cuando le dije que él no sabía algo que vosotros sabíais, mentí.

Los residentes borraron esa media sonrisa y salieron de la habitación.

Este post va dedicado a las nuevas generaciones de profesionales de la sanidad, para que no olviden la parte más importante de nuestra profesion, aquella cualidad que nunca debe faltar, nuestra humanidad.

J.M. Salas – Con Tinta de Médico