Urgencias sin urgencia, celadores sin carácter.

celador
5:45 am, la llamada de un impaciente celador vuelve a poner fin a mi descanso. Su habitual que viene el lobo comienza a mellar mi paciencia. Atravieso un oscuro canal de parto bautizado como pasillo hasta dar a luz a una iluminada entrada. Mis ojeras y yo vamos a atender a un paciente de 22 años que me espera sonriente sentado en una silla, dice que le pica la garganta. El celador lo traduce como una dificultad respiratoria, añadiendo un plus de su cosecha con aires de consejo: «¡corre!, cuidado que se ahogue».
Una exploración anodina y un tratamiento sintomático acorde con la situación, hacen que termine esta consulta en un tiempo record.
Pero no tengo ganas de levantarme de la silla, esta noche no. Un sentimiento de frustración me invade, aquí da igual lo que uno tenga, sea un problema agudo o crónico, urgente o demorable, te puedes presentar a cualquier hora de la madrugada en un servicio de Urgencias y exigir una atención médica inmediata, acompañado de la muletilla «porque yo pago mis impuestos». Sin importar la naturaleza de tu problema o duda existencial, aquí vale todo, nadie te puede decir nada, no hay filtros y sin rastro de un desconocido triaje.
Hay noches que echo de menos al clásico celador de voz ronca, carácter agrio y aficionado al cine de adultos que decía lo que tenía que decir, distanciándose de los buenos modales pero cercano a la cordura y al buen hacer. Esa clase de personas que como usuario no te gusta encontrarte detrás de un mostrador pero que como profesional estás feliz de que forme parte de tu equipo.
Será que las noches de insomnio ya me pesan demasiado o que las interminables guardias están tiñendo tan rápidamente mi barba de blanco como mi personalidad de negro. Sea como sea, esta madrugada echo de menos un celador de la antigua escuela para un médico que últimamente se aleja de las normas.
Regresando a mis orígenes, durante el camino pienso que hay celadores que nunca deberían jubilarse y que un equipo no son solo los tres o cuatro que se suben a la ambulancia, sino todos aquellos profesionales que con su trabajo hacen que el nuestro sea más sencillo, celadores, vigilantes de seguridad, servicios de limpieza, directivos y gestores telefónicos del centro coordinador de urgencias.
Este post va dedicado a un celador de tos perenne y facies encendida que hay noches que se echa en falta.

{Continuará en el libro Con Tinta de Médico, diario de un médico de urgencias adicto a la noche}

Corazones de resaca

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Comenzó de manera impuntual su domingo de guardia, atrás quedó una noche de música, buena compañía y copas. Pensó que los pacientes tal vez le darían un respiro, pero se equivocó.
No pasaron ni cinco minutos desde que inauguró su guardia y ya tuvo que hacer su primer aviso. Un traumatismo craneoencefálico en un paciente con aliento etílico, su pan nuestro de cada domingo.
Esta mañana le tocaba lidiar con sus compañeros de fiesta, pero esta vez él estaba del otro lado de la barra.
La cabeza le estallaba y los ojos se le cerraban, su corazón de resaca y su cuerpo de madrugada, continuaban añorando aquel rincón tan exquisito que abandonó esa mañana entre sus sábanas.
Él disfrazado de médico con cuerpo de paciente, intentaba sobrevivir a este inusual día.
Las horas pasaron, usuarios y compañeros no le dieron tregua. Lentamente aterrizaban al Servicio de Urgencias los vestigios de una noche de fiesta en Archena, esguinces de tobillo, vómitos, gastroenteritis, contusiones, intoxicaciones etílicas y algún que otro agitado que se lamentaba porque las fiestas llegaban a su fin.
La guardia transcurría como su vida, últimamente un poco accidentada pero se iba encauzando con el paso de las horas. Su sed de amor y su corazón embriagado de nostalgia, luchaban contra un mundo abstemio y descafeinado. Y así consiguió llegar a la noche.
La marea de pacientes se detuvo durante unos minutos. El silencio se hizo su mejor aliado, la cefalea remitió y los efectos de la última copa adulterada comenzaban a caducar en su interior.
El reloj marcaba las diez y un café americano le acompañaba en la sala. Sentado en un sillón cubierto por una agujereada sábana, comenzó a recordar los detalles de la noche pasada, la canción de Lucifer de OBK volvió a sonar y dibujó una malévola sonrisa sobre su cara.
Como todo Domingo era el momento apropiado para escribir un post, porque el que tenía escrito fue rechazado por ser una incómoda verdad, que seguramente ofendería a aquella personalidad límite que nada le importaba.
El sonido del teléfono golpeó su inspiración y los pacientes comenzaron a inundar otra vez la sala.
Él se acabó tranquilamente su café, abrazando esa inteligente pausa que algunos compañeros necesitarían tener también en sus guardias. Terminó de escribir un aburrido post autobiográfico y se puso su fonendo de bufanda.
La noche comenzaba a latir, y el diablo comenzaba a despertar.
Benditos corazones de resaca, bendita resaca de corazones.

{Continuará en el libro Con Tinta de Médico, diario de un médico de urgencias adicto a la noche}

Reanimando Corazones

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Despertó por la luz del techo, estaba llena de cables que monitorizaban su ritmo. Escuchaba sirenas y su cuerpo bailaba al son de las caprichosas curvas de la carretera. Ella odiaba los sitios cerrados y profesionales sanitarios de fluorescente ropa la acompañaban durante el viaje. Era todo confuso, como un sueño, solo el dolor intenso le recordaba que estaba viva.

Lo describía como si tuviera una losa en el pecho, una fuerza que le oprimía y se extendía por el brazo izquierdo. Empapada en sudor y con nauseas, sentía que su muerte era inminente.

Hace ya algunas lunas que se separó y su corazón estaba roto. Una isquemia de besos necrosaban un miocardio herido. El amor estaba vestido de negro, y sus orgullosas sístoles olvidaron acompañar a sus solitarias diástoles.

De repente comenzó a fibrilar, perdió nuevamente el conocimiento, un ritmo caótico frecuente en las paradas se adueñó de ella. El médico puso las palas en el pecho, seleccionó la energía y cargó el desfibrilador, disfrazado de cupido chispó ese músculo con abstinencia de «te quieros». Un choque eléctrico intenso, preciso y rápido estremeció todo su cuerpo, siendo suficiente para reanimar un corazón que hasta ese momento no encontraba sentido para seguir latiendo.

Una descarga de amor la devolvió a la realidad. Recordó su ritmo, lo que sentía con cada contracción y dilatación, su miocardio volvió a enamorarse de la vida.

A veces una chispa es suficiente para provocar un incendio en un corazón con sequía de besos, y ésta siempre aparece cuando menos te lo esperas, a ella ese día le asaltó en aquella ambulancia amarilla.

El equipo continuó con los cuidados posresucitación, enfriando a la paciente, controlando la glucemia y evitando no excederse con el aporte de oxigeno.

Finalmente llegaron al hospital, la paciente pasó directo para su tratamiento de reperfusión definitivo.

Ese día su corazón volvió a ser el motor de su destino. Y su vida recobró el sentido perdido.

En su presente, su corazón sigue fuerte y una sobredosis de «te quieros» invaden su día a día.

Los profesionales que trabajamos en las Urgencias en ocasiones luchamos para reanimar corazones, pero a veces tanto en la vida como en el amor hay miocardios que no pueden ser recuperados, otros sin embargo, si.

{Continuará en el libro Con Tinta de Médico, reflexiones de un médico de Urgencias adicto a la noche}

 

Habitaciones que nunca cambian, pacientes que nunca mejoran

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Después de más de dos años el 112 me envía a un aviso al mismo lugar. El tiempo no se detuvo, yo ya no soy el de antes, acogí con resignación algunas canas en mi cabeza, gané experiencia y desempolvé al diablo que dormía en mi interior. Mi equipo cambió pero la calle del aviso sigue siendo la misma y aquel pueblo de Ricote también.
Adoquines que suben, grietas en los muros y unas flores violetas que marcan nuestro destino.
Padre e hijo nos reciben como si fuera ayer, sus formas grises de vestir no se han actualizado, sus toscas palabras tampoco. A la izquierda se encuentra en una habitación nuestra paciente, la protagonista de la historia.
La recordaba igual que la encontré. En una cama aprovechando la esquina, con kilos de más que lastran su deambulación y una piel transparente con fragilidad capilar gracias a ese original cóctel de edad y acenocumarol.
Su peculiar forma de hablar persiste, palabras que se amontonan en su boca, expulsadas a un ritmo vertiginoso capaces de colapsar un pensamiento.
Los comprimidos siguen desordenados sobre la mesa y aquella mancha continúa presidiendo la pared.
Es curioso, las imágenes religiosas se han multiplicado, tal vez presagio de un destino cada vez más cercano.
Pero da igual cual sea el motivo de consulta, las lágrimas no pueden faltar durante la visita ni las quejas sobre su desafortunado presente tampoco.
El tiempo pasó, pero los lamentos se repiten y me temo que esa mancha sigue y seguirá presidiendo su pared.
Hoy no precisa traslado al hospital, ni ella, ni yo, ni sus constantes vitales estamos por la labor.
Me despido no se hasta cuando y su persona me inspira una reflexión, tal vez no podamos decidir como ni cuando morir, pero seguro que si, el como tenemos que vivir. Y da igual lo que hagamos siempre habrá habitaciones que nunca cambian y pacientes que nunca mejoran.

Este post va dedicado para aquellos que viven días grises con cielos nublados. Si no puedes cambiar tus condiciones meteorológicas, tal vez puedas cambiar de ciudad, ¿no crees?

{continuará en el libro Con Tinta de Médico, reflexiones de un médico de urgencias adicto a la noche}